Sí, conozco las maravillas que los monitores cardiacos son capaces de hacer: le dicen en qué zona de entrenamiento se está ejercitando para decidir si aumentar la intensidad o bajarla; le contabiliza las calorías que quemó y cuántas de esas provinieron de la grasa y algunos incluso le dicen el volumen máximo de oxígeno (VO2 máx) y otros indicadores de desempeño.
Y sí, también sé que hay quienes deben ejercitarse en determinada zona por alguna condición médica –aunque hay estudios que dicen que ponerle candela al entrenamiento no es riesgoso ni si quiera en quienes tienen afecciones cardiacas--.
Pero no, aún así no me parece que sea necesario tener un Polar, un Garmin o cualquier otro monitor cardiaco. Considero que es un gadget high tech conveniente pero totalmente prescindible: yo, que tengo una personalidad deportiva azul (me encanta contabilizar y monitorear mi actividad física), lo resuelvo todo con un reloj de aguja.
Y es que además de que prefiero el método old school, le veo tres problemas a depender de ese aparato.
En primer lugar, tiene que estar bien calibrado.
Eso quiere decir que, para incorporarle la frecuencia cardiaca máxima, no basta con restarle a 220 su edad; es mejor utilizar una fórmula más precisa que tome en cuenta otros factores, como el peso (porque no es lo mismo una persona obesa y sedentaria de 50 años que una de esa misma edad que se ha ejercitado durante toda su vida).
En segundo lugar, aunque esté bien calibrado, no es exacto.
“El número de calorías quemadas es solo un estimado con base en sus pulsaciones, su sexo, su edad y su peso”, dice la psicológa deportiva y educadora Katrina Josey.
También el porcentaje de calorías que provinieron de la grasa es una aproximación. De hecho, de acuerdo con los especialistas en medicina deportiva, Gary O’Donovan y Romain Denis, “la fuente de energía utilizada no puede ser medida fuera del laboratorio”; e incluso, dicen, cuando ha sido medida ahí, se ha encontrado variaciones en la zona de entrenamiento que le permitió a diferentes individuos quemar similar cantidad de grasa.
Adicionalmente, existen condiciones que pueden alterar la frecuencia cardica (una medicina, una preocupación, la temperatura y la humedad del día, su nivel de hidratación, la altitud de donde está entrenando…). Así que alcanzar determinada frecuencia cardiaca no implicará necesariamente la misma cantidad de esfuerzo en dos momentos distintos.
Otra razón de por qué son imprecisos es que las zonas de entrenamiento se determinan más exactamente midiendo el ácido láctico en la sangre, más que las pulsaciones por minuto, explican O’Donovan y Denis.
El ácido láctico es un producto de desecho de los sistemas energéticos que se acumula en el cuerpo cuando la demanda física es tal que el oxígeno se vuelve insuficiente para descomponerlo en ese momento.
Así, puede suceder que el corazón esté latiendo apresuradamente y que, con base en eso crea que está en determinada zona, pero que en realidad su cuerpo sea capaz de ir un poco más allá y tolerar aún más ácido láctico acumulado.
Claro, no podemos estar haciéndonos una prueba de laboratorio cada vez que salimos a caminar o a correr pero es un respaldo más a los “peros” que tengo.
Y, en tercer lugar, ligado justamente al punto anterior, considero que estarse fijando en el aparato podría limitar su entrenamiento.
Me refiero a que a veces la gente se ciñe tanto en que quiere quemar grasa, que se fuerza a ejercitarse en zonas de entrenamiento bajas, cuando quizás tiene la energía y la capacidad suficiente para subir la intensidad del entrenamiento y con ello no solo quemar más calorías en total, sino también mejorar su condición física y cardiorespiratoria.
“Una adherencia esclavista a determinada zona de entrenamiento no le permitirá alcanzar su verdadero potencial”, dicenO’Donovan y Denis.
Concuerdo. Pero ojo que dice “una adherencia esclavista”. No satanizo utilizar un monitor cardiaco: si tiene un Polar, úselo, pero no se case con él.