Todo empezó cuando una colega me invitó a hacer una clase de reformer en su estudio de pilates. Ese día habíamos hecho una clase de pilates “de piso” (acostados en el suelo sobre el mat), sin usar más accesorios que unas ligas.
La instructora había dicho que estábamos haciendo “la famosa rutina del reformer” así que cuando llegué al estudio a la semana siguiente para hacer la clase a la que había sido invitada como asistente, creí que sería muy parecido a lo que ya había experimentado.
Estaba equivocada
Todo entra por los ojos
Para empezar, visualmente generan impresiones distintas: por un lado está el inofensivo rollito de espuma extendido sobre el piso, que invita a la persona a acostarse sobre él, y por otro, está el reformer, que más bien remite a una máquina de tortura de la inquisición.
Visualmente recuerda a una especie de catre de madera, donde se ven los resortes del lado donde suelen ir los pies, además de unas correas que, por más que sean de peluche, siguen siendo para sujetar los pies a la estructura.
Al otro extremo cuelgan, desde unas poleas, un par de cuerdas con agarraderas para poner manos o pies.
Y en el centro, sobre el catre, hay una camilla que se desliza horizontalmente sobre la estructura.
Realmente, la máquina no se diferencia mucho de la que inventó Joseph Pilates el siglo pasado, utilizando los recursos que tenía disponibles en el campo de concentración: sillas, barriles y catres que utilizaba con la metodología que inventó para mejorar el estado de salud de otros internos mediante el ejercicio.
“Acuéstese boca arriba y ponga la cabeza ahí, en medio de las hombreras”, me dijo.
Piernas a la obra
Puse los pies en la barra y empezó la sesión de sentadillas. Con los pies paralelos, en forma de V, con un pie, con el otro… las variaciones eran infinitas y la resistencia, variable, dependiendo de la cantidad de resortes que estuvieran sujetando la camilla deslizante a la estructura de madera.
Siguieron los brazos, que debí colocar en las correas que tenía detrás de la cabeza y jalarlos hasta mis costados para realizar círculos, estiramientos y agitaciones. Esta vez el reto no era solo vencer la resistencia de los resortes, que, aunque ahora eran menos y más delgados, igual jalaban la camilla hacia el lado opuesto a mis brazos; el reto también era lograr que la camilla no se moviera tampoco al lado contrario, en dirección a mis brazos.
Le tocó el turno a los tobillos, que debí colocar en esas mismas cuerdas, detrás de mi cabeza y llevarlos hacia adelante.
Mientras trazaba de nuevo círculos y líneas en el aire con mis pies, pensaba que si alguien entrara en ese momento y me viera creería que estaba jugueteando con las piernas. Realmente costaría imaginar la fuerza que debe hacerse a nivel de abdomen, muslos, glúteos y espalda para poder hacer cada movimiento de la forma correcta y sin dejar de respirar.
Lo curioso es que, a diferencia de cuando uno levanta pesas, que suele hacer una contracción que abulta al músculo (piense en una flexión de codo, por ejemplo, que saca a relucir el bícep), en pilates la fuerza suele hacerse en la otra fase del movimiento, cuando el músculo está más bien estirado. Por eso, quienes practican esta disciplina logran desarrollar fuerza sin perder flexibilidad y tienen un tono muscular definido pero no abultado.
“Ahora vamos boca abajo”, me dijo la instructora.
Hicimos planchas, estiramientos de columna, torsiones… Realmente creo que no quedó un solo músculo invicto y aún hoy me lo recuerdan. Definitivamente, el marcador quedó 1 a 0: el reformer venció mis fuerzas y mis expectativas; irónicamente, fui yo quien ganó con ello.
Así que, sin dudarlo dos veces le digo: si tiene la oportunidad de hacer pilates con reformer, no la desaproveche.
Ahora, si en sus posibilidades solo está practicar los ejercicios sobre el suelo, pues bienvenido sea.
Eso sí, incorpore pilates a su rutina y ganará fuerza, flexibilidad y una mejor postura.