La decisión del Parlamento catalán de iniciar un proceso de separación de España plantea serios problemas de índole sociopolítica y jurídica.
Es claro que Madrid no ha resuelto satisfactoriamente el tema de la integración de las particularidades nacionales.
Cierto es que las autonomías han funcionado, pero vascos y catalanes no se sienten cómodos y presentan demandas adicionales que el centro no ha procesado. Quienes plantean el federalismo no han logrado abrirse paso y las tendencias centrífugas han proliferado.
Si el deseo de soberanía catalán lleva razón, es secundario en este momento, cuando la fractura se ha profundizado con la apertura de un proceso constituyente y con el rechazo a las decisiones del tribunal constitucional, lo que podría llevar a causas judiciales por sedición y rebelión.
El Gobierno español se encuentra en grandes aprietos. No puede dejar que se cuestione la autoridad central institucional, pero no puede transformar en mártires de la causa catalana a los políticos rebeldes.
El tema se agrava cuando la fiscalía ha girado instrucciones a las fuerzas del orden para que identifiquen comportamientos rebeldes.
La situación se vuelve más compleja pues España está inmersa en un proceso electoral que culminará el 20 de diciembre.
La decisión del presidente Rajoy de convocar a líderes políticos (PSOE y otros) para buscar consenso pareciera un paso adecuado para construir legitimidad alrededor de las difíciles decisiones que deberá tomar en los próximos días.
La desintegración de España tendría también consecuencias internacionales, pues la salida de Cataluña ocurriría en momentos en que la unidad europea es sacudida por el desarrollo de partidos de derecha, por la crisis migratoria y por los cuestionamientos del Reino Unido.
Las condiciones para una tormenta doméstica perfecta parecieran reunidas en momentos que las tensiones mundiales y europeas aumentan.