El pianista salió a escena, y después de agradecer el aplauso con una discreta sonrisa, tomó la palabra.
"A fin de atraer gente a uno de sus recitales poéticos, Arthur Cravan tuvo que mistificar al público, anunciando que se suicidaría in situ. Logró llenar el auditorio. Curiosos y gentecilla morbosa, pero público al fin. Me alegra constatar que, sin tener que recurrir a este tipo de argucias, he conseguido llenar la sala. Voy ahora a hacer algo que muchos juzgarán un tanto heterodoxo. Diré exactamente las metas que me he propuesto en este recital.
La mayoría de ustedes han venido a oír música, animados por la buena voluntad, por la benevolencia (bene volens: querer el bien). Salieron de sus casas en una noche de lluvia y pagaron sus tiquetes para vivir la comunión en la belleza -que no otra cosa es un concierto. Yo haré las veces de oficiante. Les regalaré mi magia. Siquiera uno que otro momentos de gozo, de beatitud. Acaso no sea capaz de sostenerlos durante más de algunos compases, pero puedo asegurarles que no faltará ese pasaje -esos pasajes, si las musas, los duendes y ángeles secundan mi intención- que les revelarán una dimensión superior de la conciencia.
Otros han venido para disertar, para hacer ostentación de su sapiencia musicológica. Son los críticos musicales. Invocarán conceptos como "enfoque estilístico", "fraseo", "fidelidad al texto", "matices", "paleta tímbrica", "colorido pianístico", "expresividad", "flexibilidad del rubato", o "rigor rítmico". Para complacerlos -porque también ellos pagaron su tiquete- tocaré piezas según criterios cuestionables: demasiado pedal en Bach, un sonido excesivamente seco para Debussy, un lirismo romántico no por completo adecuado para Beethoven, y un Prokofiev no idiomático, rítmicamente laxo y no lo suficientemente percusivo. Es importante que los críticos tengan cosas que decir. Tienen que llegar a sus casas a barajar los tres o cuatro parámetros que siempre manosean, y yo debo ser, para ellos, un buen generador de discurso. Proveerles la materia prima para sus disquisiciones. También ellos son público, y es mi deber complacerlos.
Finalmente, hay gente que se tomó la molestia de venir hoy aquí con el único afán de oírme fallar notas, emborronar pasajes, y aun -tal es el más caro de sus anhelos- perderme en mitad de una u otra pieza. Esos son los envidiosos, los mezquinos, los intrigantes, una caterva de seres liliputienses -colegas, la mayoría de ellos- que apenas podrán ocultar -aunque la disfrazarán tras una expresión de profunda preocupación- la satisfacción que les producirá cada una de mis pifias. De nuevo: ellos -y ellas- también han venido aquí en pos de los suyo, y no conviene que se vayan con las manos vacías. No tendrían conversación, el día siguiente, en los corrillos de los conservatorios y en los cafetines que suelen frecuentar. En un acto de generosidad ejemplar, fallaré intencionalmente algunas notas, para no privarlos de su triste alegría, de su alegre tristeza, de eso que los alemanes llaman Schadenfreude. Como no llegarán nunca adonde estoy yo, o, habiendo llegado, no quieren sentirse amenazados en su delirio de hegemonía pianística, voy a obsequiarles carretadas de notas falsas para que puedan esta noche conciliar el sueño, arrullados a la sombra de su intacta superioridad".
Por terminado su preámbulo, el pianista se sentó y comenzó a tocar. Su éxito fue resonante, y por única vez en su vida satisfizo de manera unánime las expectativas de su variopinta audiencia.
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NOTA: Jacques Sagot, pianista y escritor. Reconocido por su talento artístico tanto nacional como internacional.