San Petersbursgo. Rusia. Cada día, millones de personas en el mundo desarrollado y en desarrollo quedan atrapadas en atascos de tráfico o entran a presión en vagones de metro en su ida o regreso del trabajo, probablemente en uno de sus encuentros frecuentes (o cotidianos) con sistemas de infraestructura que se encuentran al límite.
Tanto en las economías avanzadas como en las emergentes, los sistemas de aguas ya han pasado a ser caducos o inadecuados y la sobrecarga de las matrices eléctricas suele producir apagones.
Son demasiados los países que por décadas han subinvertido en infraestructura, llevando a inconvenientes cotidianos y, peor aún, creando obstáculos para el crecimiento económico.
Si bien encontrar fuentes importantes de financiación es un elemento muy necesario para abordar las brechas de infraestructura, es solo parte de la solución. Los gobiernos deben, además, reformar la planificación y la supervisión de la infraestructura. El público ya no se puede permitir aceptar proyectos cuyos costes acaban escapando de todo control.
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Las autoridades conocen bien la capacidad única de los proyectos de infraestructura para crear empleos en el corto plazo e impulsar la productividad en el largo plazo. Sin embargo, rara vez las palabras se traducen en acciones, a pesar de las muy bajas tasas de interés de los últimos ocho años.
Según las nuevas estimaciones del McKinsey Global Institute, solamente para sostener las proyecciones de crecimiento económico, el mundo necesita elevar la inversión en transporte, energía, agua y sistemas de telecomunicaciones de $2,5 billones a $3,3 billones al año hasta 2030. Sin embargo, a pesar de la evidente necesidad de emprender medidas concretas, la inversión en infraestructura ha bajado en 11 de las economías del G20 desde la crisis financiera global de 2008.
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Se suele decir que las limitaciones fiscales impiden la recaudación de suficientes fondos públicos. En realidad, existe un margen de acción importante para elevar la inversión en infraestructura pública, en especial mientras los costes del crédito se mantengan en niveles así de bajos. En algunos casos, se puede obtener fondos sin subir impuestos: los gobiernos pueden generar flujos de ingresos mediante la creación de cargos por uso, el aumento del valor de las propiedades o la venta de los activos existentes y el reciclaje de los beneficios. Las normativas para las cuentas públicas también podrían permitir que los activos de infraestructura se deprecien a lo largo de su ciclo de vida útil, en lugar de añadir inmediatamente sus costes a los déficits fiscales durante las obras.
Además, los gobiernos pueden hacer mucho más para estimular la inversión privada, partiendo por dar certidumbre normativa y la capacidad de cobrar precios que ofrezcan un retorno ajustado al riesgo aceptable.
En términos más amplios, pueden adoptar pasos para crear un mercado que vincule más eficientemente a los inversionistas institucionales que buscan retornos estables y de largo plazo con los proyectos que precisan financiación.
Puesto que se trata de inversionistas que administran activos por un valor de cerca de $120 billones, el problema no es la falta de capital sino más bien de proyectos bien preparados y aptos para entrar en el sistema bancario. Una manera de solucionar esto sería sentar las bases institucionales y normativas necesarias para agilizar el movimiento de fondos desde los inversionistas institucionales en las economías avanzadas a los proyectos en el mundo emergente, donde muchísima gente todavía necesita acceso a servicios de infraestructura esenciales.
Más allá de los fondos, hacer que el sector de la infraestructura sea más eficiente representa una oportunidad todavía mayor. En las obras públicas son una triste realidad los retrasos que se alargan por años y los sobrecostes de miles de millones de dólares. Y el público se vuelve más reticente a invertir cuando los puentes se convierten en sinónimo de despilfarro. Hay que hacer rendir mucho más cada dólar que se destine a infraestructura. Parte del esfuerzo implica exigir un mejor rendimiento al sector de la construcción, donde por décadas la productividad se ha mantenido estancada.
Hay algunas señales positivas de innovación, desde la construcción más veloz de puentes a técnicas de construcción modular y con partes prefabricadas. Pero el sector como un todo precisa de un buen empuje en cuanto a modernización, adopción de tecnologías y estandarización.
Asimismo, los gobiernos deben transformar las instituciones y procesos que están bajo su control directo. Nuestro trabajo con los gobiernos de todo el mundo ha demostrado que una mayor gobernanza y supervisión de los proyectos de infraestructura puede reducir sus costes en hasta un 40%.
Un buen comienzo es adoptar un enfoque sistemático y orientado a los datos para escoger los proyectos adecuados. En países tan desarrollados como Singapur y Corea del Sur los proyectos no se evalúan aisladamente, sino que considerando cómo cada uno refuerza los objetivos de las políticas y cómo se compara con otros proyectos que pudieran ofrecer mejores retornos.
A medida que los proyectos avanzan hacia su implementación, es crucial mejorar la gestión de sus etapas de entrega y ejecución. Una manera de reducir los costes y retrasos antes incluso del inicio de las obras es acelerar las evaluaciones ambientales, los procesos de aprobación y la adquisición de terrenos. Si se cumplen las mejores prácticas se abre la posibilidad de destrabar un valor inmenso: en la actual situación, los valores de proyectos similares pueden variar entre un 50% y un 100% de un país a otro.
Patear el problema para más adelante no es una estrategia viable para hacer frente a las necesidades de infraestructura del planeta. De nosotros depende dejar a la próxima generación un legado de costes postergados y bases en deterioro.
El dinero ya está: usémoslo.
El autor es director gerente de McKinsey & CompanyTraducido del inglés por David Meléndez Tormenl