En un reportaje de La Nación de Buenos Aires, el doctor Jose Schavelson puso al descubierto insospechadas conexiones entre la mente y el cuerpo.
Al referirse a los orígenes del cáncer, este experto de fama mundial señaló que un mismo centro cerebral controla la multiplicación de las células –cuyo desorden es el cáncer– y las emociones.
Cuando ese centro, llamado “aparato límbico”, es desbordado por una corriente suficientemente amplia y persistente de estrés emocional, deja de supervisar con eficacia la multiplicación de las células.
De ese modo se confirma lo que el hombre común sospecha intuitivamente: que hasta enfermedades tan “corporales” como el cáncer pueden tener origen mental.
Empero, Schavelson va más allá.
Una vez declarada “la enfermedad” (los síntomas del cáncer afloran tres años después de que el proceso emocional celular se haya desencadenado) aparece otro factor mental decisivo: lo que cree el enfermo que va a pasar con ella. Si supone que esta lo va a vencer, sus probabilidades de morir aumentan decisivamente.
Esta influencia de lo que creemos que va a pasar sobre lo que efectivamente termina por pasar recibe el nombre técnico de “neurosis del destino”. Así lo describe este médico: “Lo que se piensa previamente se propicia inconscientemente hasta que ocurre”.
Si nos salimos del circulo médico y aplicamos la “neurosis del destino” a otros campos, como en el de los negocios, un poderoso foco nos ilumina. Lo decisivo no son las cosas. Lo decisivo es nuestra actitud hacia las cosas. Si un empleado, alto ejecutivo, una empresa o corporación piensan, planifican y ejecutan en el marco de que les va a ir muy bien, luego actúan inconscientemente para que les vaya bien. Pero, si piensa lo contrario...
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Otros pensadores han expresado ideas semejantes. En sus Explicaciones filosóficas , Robert Nosick sostiene que cada uno de nosotros tiene que tomar, ante la vida, una decisión fundamental: que vale o que no vale la pena. No existe argumento “previo” que incline a uno o a otro lado. La decisión es, justamente, previa al argumento.
Ella implica un “salto” lógico que hay que dar. Si yo decido sin fundamentos que la vida vale la pena, diré, con razón, que tuve razón. Si, por el contrario, decido sin fundamentos que la vida “no” vale la pena, después viviré de acuerdo con esta premisa y, al final, también habré tenido razón.
A partir de esta comprobación, se abren una comparación y una advertencia.
La comparación es con los llamados “placebos”, remedios que no contienen material alguno curativo. Si el enfermo que recibe del médico el “placebo” decide que es un verdadero remedio, gozará de efectos beneficiosos y resultara que el placebo, en su caso, fue un verdadero remedio. Si, por el contrario, no cree en él, no le hará efecto. En ambos casos, el enfermo habrá tenido razón.
Si creemos en los milagros, pueden ocurrir. Si no, son fantasías. Tanto el que tiene fe como el que no la tiene, aciertan.
Una advertencia
La advertencia es que, cuando una sociedad está integrada por una mayoría que decidió que la vida “no vale la pena” (una sociedad apática y decadente) le será muy difícil al individuo remontar esa decisión colectiva.
Hay países donde hay que pedir perdón por andar contento. Pero hay países donde está mal visto difundir el pesimismo.
Mismo sucede con la “cultura empresarial” instalada en algunas empresas, sin importar el sector, tamaño o naturaleza de esta.
Por supuesto, no hay que exagerar. Hacerlo implicaría caer en un voluntarismo irreflexivo. Si creo que tirándome de esa montaña no me haré daño, igual me mataré.
La “neurosis del destino” opera, de todos modos, en campos más amplios que los previstos. La necesidad de optimismo está inscrita en nuestra biología.
En Optimismo: la biología de la esperanza , el antropólogo Lionel Tiger explica que solamente un fabuloso optimismo permitió al hombre mono primitivo, que abandonaba la seguridad del bosque, fundar una civilización nada más que sobre la esperanza en la caza, la pesca o la rudimentaria agricultura.
No había ninguna razón para creer que, cada día, la presa voladora o acuática estaría a distancia, que la ignota semilla germinaría. Pero el hombre mono, por creer, se hizo hombre.
En las empresas, el optimismo debería ser parte integral de la cultura y modelo de negocios. Quizá pueda decirse que, en tanto la mentalidad perdedora pierde siempre, solo a la mentalidad ganadora se le abre la posibilidad de ganar y de perder.
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En aquellas empresas, y sociedades, que se abruman bajo sus problemas, la misión principal de sus dirigentes es, entonces, inyectar la tentación del “sí se puede”.
Empero, para lograrlo empero, es necesario que primero sucumban a ella.