Con seguridad el presidente Donald Trump recuerda cuando Japón le restaba participación de mercado a Estados Unidos.
En ese entonces, a finales de la década de 1980, Trump consideraba la posibilidad de postularse por primera vez como candidato presidencial y pensaba incluir el superávit comercial de Japón entre sus temas de campaña. El 2 de septiembre de 1987, contrató anuncios de plana completa en The New York Times , The Washington Post y The Boston Globe para excoriar a Japón por construir “una economía vibrante con un superávit sin precedentes” a costa del enorme déficit que sufría Estados Unidos.
Tres décadas más tarde, algunos protagonistas han cambiado, pero la historia se repite. Afectado por dos décadas de declive económico, Japón ya no es el malo de la historia. En la actualidad, las principales némesis de Trump son México y China, y sigue empecinado en saldar cuentas.
“Le han arrebatado empleos y riqueza a nuestro país año tras año, una década tras otra, un déficit comercial tras otro”, declaró en marzo, cuando solicitó una comparación de la balanza comercial de Estados Unidos con los demás países.
Por supuesto, la mira del presidente está torcida. Un análisis bilateral de las balanzas comerciales no es un buen parámetro de comparación. Su propuesta para reducir estas diferencias incluye dos medidas: la salida de Estados Unidos del Tratado de Libre Comercio de América del Norte y la imposición de aranceles sobre la mercancía china. Pero estas medidas no crearán empleos en el sector manufacturero de Estados Unidos. Por el contrario, quizá generen empleos en otro país que ofrezca mano de obra más barata, o promuevan una mayor automatización.
Sin embargo, el éxito político del presidente, 30 años después de sus ataques contra Japón, enfatiza cuán importante es el déficit comercial. La estrategia de utilizarlo como símbolo de los males de Estados Unidos ayudó a impulsar la candidatura sediciosa de Trump a la presidencia porque explotó la irritación de algunos trabajadores atribulados ante el statu quo.
Como me dijo C. Fred Bergsten, fundador y director emérito del Instituto Peterson de Economía Internacional: “Aunque el déficit pueda financiarse, no es sostenible en términos de política interna”.
El poder político del déficit comercial provoca una pregunta que, en teoría, debería haberse respondido hace mucho tiempo: ¿por qué un país como Estados Unidos ha permitido que persistan desequilibrios tan considerables durante tanto tiempo? Quizá los legisladores de Washington deberían hacer algo para reducir la brecha.
El déficit que presenta en la actualidad la cuenta corriente de Estados Unidos, la medida más general del intercambio comercial de bienes y servicios, es una anomalía.
El déficit comercial no ha tenido un efecto uniforme en todos los sectores de la economía. Conforme se fue elevando a lo largo de medio siglo, los trabajadores de industrias que compiten con las importaciones, como la manufacturera, fueron los afectados. El empleo, entonces, se trasladó a las industrias no expuestas al comercio.
Incluso si se considera que el comercio con China no contribuyó a reducir el número total de empleos, algunas investigaciones nuevas muestran de manera convincente que el prolongado flujo de dos décadas de importaciones de China ocasionó un daño perdurable en comunidades cuyas industrias competían con mercancía china y salieron perdiendo, además de que los nuevos empleos creados no eran de la misma calidad de los que se perdían.
El dinero de China que financió el déficit comercial de Estados Unidos también financió la burbuja inmobiliaria y mantuvo bajas las tasas de interés antes de la crisis financiera de 2008. “China no obligó a nuestros bancos a otorgar préstamos estúpidos, pero sí hizo posible que se crearan ciertas condiciones macroeconómicas”, explicó Bergsten.
Según él, la combinación de estos factores produjo la reacción proteccionista que llevó a Trump a la presidencia.
Soluciones difíciles
La única recomendación clara para lidiar con el déficit comercial es una medida que seguramente Trump no tomará: darle carpetazo al resto de sus promesas en materia económica, empezando por sus recortes fiscales de miles de millones de dólares que reducirían el ahorro nacional y harían crecer exponencialmente el déficit comercial.
En cuanto a acabar con el déficit comercial de manera definitiva, será muy difícil. Para lograrlo, sería necesario abaratar el dólar estadounidense, la moneda de reserva del mundo. No es nada fácil.
El dólar es la principal moneda empleada en el comercio global y en las operaciones internacionales de los mercados de capitales. Personas y gobiernos de todo el mundo resguardan su riqueza en valores y bonos estadounidenses. Peor aún el dólar es la moneda a la que el mundo recurre en tiempos de crisis financiera, incluso si la crisis en cuestión tiene a Estados Unidos como epicentro. Es difícil abaratar el dólar ante estas fuerzas.
Sin embargo, existe una ruta prometedora que Trump podría tomar. Estados Unidos lo ha hecho antes, dos años previos a que Trump contratara sus desplegados para atacar a Japón. El déficit comercial era enorme y el valor del dólar era muy elevado. Entonces, en el hotel Plaza de Nueva York, el secretario del Tesoro James Baker convenció a Japón y Alemania Occidental de que les convenía ayudar a producir una caída en el dólar.
Baker solo tuvo que explicar a los funcionarios de los otros países que, si no lo hacían, el congreso podría tomar medidas proteccionistas. Para 1989, el dólar había caído 50% con respecto al yen japonés y más del 40 % contra el marco de Alemania Occidental.
Este tipo de enfoque parece perfecto para Trump, a quien le encanta proferir amenazas. Si lo hiciera, incluso podría acabar con el déficit comercial. En 1991, Estados Unidos registró un superávit en su cuenta corriente durante dos trimestres completos.
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