La extinción por prescripción de una deuda privada debe ser alegada por el deudor (o por un tercero con interés legítimo), de modo que ni el acreedor la concede, ni el juez la declara, si no ha sido pedida expresamente por el obligado u opuesta como excepción a las pretensiones cobratorias del demandante.
Quien no opone la excepción antes de sentencia firme, se entiende que tácitamente renuncia a la prescripción. Y quien paga una deuda prescrita, luego no puede pedir su reembolso.
Si la deuda es de fondos públicos, las reglas del párrafo anterior se traducen en que no puede ser declarada de oficio por el órgano que administra esos fondos.
A pesar de haberse cumplido el plazo de prescripción, el deudor podría honrar la deuda, por lo que una declaratoria oficiosa atentaría no solo contra esa posible voluntad sino, sobre todo, contra la finalidad por la que se crearon esos fondos públicos.
Pero el hecho de que no se declare de oficio no implica que el órgano encargado de la gestión o cobro de fondos públicos carezca de la potestad de declarar la prescripción, si se le pide administrativamente. Así lo entienden Tributación, Aduanas, Fodesaf, las municipalidades, el Tribunal Fiscal Administrativo… pero en un reciente documento de la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS), me encontré con la errónea postura de que la “declaratoria en los casos que procediera, corresponderá efectuarse en la sede jurisdiccional” (oficio 243-2016 y 283-2016, conjunto de las Direcciones de Cobro e Inspección de la CCSS).
Es un error no solo porque somete a los ciudadanos a los gastos de tediosos trámites innecesarios, sino porque obliga a la Caja a destinar personal a atender esos procedimientos.
Y es terrible que, por obligar a ir ante un juez del Poder Judicial, se exponga al ente asegurador a caras condenas en costas, cuando desde el principio se sabía que la deuda estaba prescrita.