Donald Trump no le tiene aprecio a las regulaciones. Pocas semanas después de haber tomado el mando, empezó a dar marcha atrás a las reglas que rigen la industria financiera, armamentista, energética y a los proveedores de banda ancha de Internet.
Recientemente le tocó el turno a la industria automotriz. En un discurso en Ypsilanti, Michigan, Trump dijo que cambiaría las reglas impuestas por la administración Obama para elevar los estándares de rendimiento de combustible de los vehículos, que apuntan a limitar las emisiones de gases de efecto invernadero.
Las reglas, manifestó, están acabando con puestos de trabajo. Librarse de ellas provocaría una resurgencia en la industria automotriz que convertiría a EE. UU. en “la capital mundial de los autos otra vez”.
Pero hay que considerar otro escenario: relajar las reglas sobre el rendimiento de combustible podría eliminar un gran incentivo para que las grandes automotrices se pongan al día con emprendimientos innovadores, como Tesla, y dejar a la industria automotriz estadounidense rezagada con un futuro dominado por motores eléctricos en lugar de motores de combustión interna.
Esto pudiera pasar porque los efectos de la regulación no son tan simples como Trump sostiene. La visión del Presidente de que las leyes casi siempre afectan a las empresas no es apoyada por la historia. Investigadores que estudian la regulación y sus efectos sobre los negocios dicen que ha habido numerosos casos donde la regulación acelera, y no entorpece, el avance tecnológico. Ha pasado en la industria energética, en la industria electrónica y en la industria de servicio médico.
Y está pasando ahora con los autos. Los vehículos alimentados con electricidad siguen mejorando: se están volviendo menos caros, su rango de autonomía está subiendo, y la infraestructura para venderlos, cargarlos y mantenerlos está mejorando. Como resultado, estos autos se tornan más populares, incluso en tiempos de precios bajos de gasolina.
Emisiones cero
Esto tiene sobre todo una causa: toda la industria está siendo empujada por la regulación, tanto a nivel federal como en nueve estados que han adoptado un plan de “emisiones cero” creado por reguladores de California.
“Tener metas de largo plazo está impulsando las inversiones en tecnologías innovadoras”, dice Don Anair, quien estudia la industria automotriz para la Asociación de Científicos Preocupados, un grupo de defensa ambiental. “Mantener esos estándares es crítico para conservar ese progreso”, señala.
Las manufactureras de autos no están de acuerdo. Un vocero de la Alianza de Manufactureras de Automóviles, un grupo comercial que representa a las automotrices en cuestiones de política, dice que las regulaciones no están estimulando las ventas.
“Los mandatos son buenos para enfocar la atención en el desarrollo de una tecnología, pero la aceptación del cliente de esa tecnología es otra cosa”, dijo Wade Newton, un vocero de la Alianza.
En una carta enviada a la Agencia de Protección Ambiental, la Alianza sostuvo en febrero que las reglas sobre el rendimiento de combustible encarecerían los autos, reduciendo las ventas y causando la pérdida de 1,1 millones de puestos de trabajo.
Pudiéramos preguntarnos por qué necesitan ayudan los autos eléctricos. Si los autos más eficientes claramente son mejores que sus antecesores, ¿el mercado no debería garantizar su éxito?
Pero así no es como el avance tecnológico opera típicamente. Las nuevas tecnologías normalmente parten en severa desventaja respecto a la cosa con la que se enfrentan.
A veces estas tecnologías no necesitan una mano regulatoria para avanzar. Simplemente se vuelven mejores con la escala; cuanta más gente compraba cámaras digitales, más podían invertir las manufactureras en producir mejores sensores, que se volvieron menos caros y ofrecían mejor resolución, lo que a su vez estimulaba las ventas.
Los autos eléctricos también dependen de la escala. Al igual que la producción de sensores de cámaras y microprocesadores, las baterías y demás componentes de los autos eléctricos también se vuelven menos caros cuando hay un mercado masivo para estos vehículos.
Pero el proceso es lento y enfrenta muchos obstáculos. Cambiar a un auto eléctrico no es como cambiar a una cámara digital. Los motores a gasolina están arraigados en la economía del transporte. Para hacer que el auto eléctrico funcione correctamente, se necesita una infraestructura que lo apoye —formas de recargarlo, repararlo, mantenerlo y revenderlo—.
En ausencia de ese ecosistema, va a ser duro cambiar a un auto basado en una plataforma tecnológica fundamentalmente nueva, incluso si pudiera traer beneficios a largo plazo, va a ser difícil, lo que significa que las automotrices no tendrán muchos incentivos para fabricarlo.
“Hipótesis Porter”
Ahí es donde entra la regulación. Tradicionalmente, los economistas veían la regulación como un costo impuesto por el gobierno sobre las compañías.
Pero en la década de los noventa, el economista Michael Porter sostuvo que las reglas gubernamentales a veces podían presionar a las industrias para que busquen innovaciones tecnológicas que de otra forma no hubieran considerado.
En otras palabras, las regulaciones articuladas de la forma correcta a veces pueden carecer de costos; las reglas generarían innovaciones, atraerían clientes nuevos y mejorarían la industria en general. La idea despegó entre los académicos y reguladores. Ahora se le conoce como la “Hipótesis Porter”, y se ha demostrado en varios estudios entre una amplia gama de industrias.
Hay buena evidencia histórica de que las regulaciones han sido un motor primordial de la innovación en la industria automotriz estadounidense.
En la década de los setenta, el gobierno estadounidense comenzó a imponer a las automotrices estándares de rendimiento de combustible. En lugar de afectar a la industria, las reglas —que hicieron que los autos fueran más chicos, seguros y tuvieran un uso más eficiente del combustible— desempeñaron un papel crucial en ayudar a que la industria automotriz de EE. UU. superara la competencia de importaciones europeas y japonesas.
También permitieron que los autos estadounidenses se volvieran más competitivos a nivel global. Así que las nuevas reglas corroboraron la “Hipótesis Porter”; no incrementaron el costo para los consumidores, sino que mejoraron los autos.
También hay evidencia de que cuando el gobierno apoya a la industria automotriz, los autos no mejoran mucho. El rendimiento promedio de combustible de los autos estadounidenses aumentó desde 1975 hasta alrededor de 1980, cuando los reguladores más presionaban.
Después, a partir de la presidencia de Ronald Reagan, el gobierno se relajó, y los autos empezaron a volverse menos eficientes. Solo después que el gobierno impusiera nuevas reglas al rendimiento de combustible —durante los mandatos de George W. Bush y Barack Obama— empezó a crecer otra vez el rendimiento promedio de combustible de los vehículos que circulan por los caminos estadounidenses.
Hoy, la agencia regulatoria más importante que pugna por la adopción de la industria automotriz de los vehículos eléctricos no es el gobierno federal. Es la Junta de Recursos del Aire de California, la agencia estatal que administra el programa de Vehículos de Emisión Cero de California.
El programa, que ha sido adoptado por otros nueve estados, incluyendo Nueva York, Nueva Jersey, Connecticut y Massachusetts, delinea un creciente conjunto de estándares para fomentar que las automotrices creen un mercado de autos eléctricos.
Pero las reglas de California bajo las que hemos visto estos avances fueron posibles gracias a una autorización federal concedida por la administración Obama. A algunos defensores del ambiente ahora les preocupa que la administración Trump pueda intentar revocar la autorización y, con ella, la mejor oportunidad de la nación de ir más allá de los motores a gasolina.