Lunes 14. Pasó el fin de semana y como la quincena cayó hasta ese día es el momento de ir al supermercado, al menos por las compras para unos dos o tres días.
Sencillamente la nevera y la alacena están vacías. No hay nada de comer, ni para el gato. La salvada es que no tengo gato, ni loro, ni ninguna mascota. Tampoco plantas carnívoras.
Pero hay que comprar de comer.
Claro está, no soy el único. Voy a un supermercado que me queda de camino. Y toda la clase media de por aquí pensó en lo mismo.
Lunes en la noche: las filas en las cajas a reventar. Los cajeros y sus ayudantes pasan y pasan artículos de todo tipo, especie y categoría por el lector de barras, digitan códigos de los que no tienen (la lechuga, por ejemplo) y meten todo eso en las bolsas.
Todos vuelven a ver para todo lado, impacientes. ¿Por qué el que está ahora en la caja compra tanto? ¿Para qué? ¿No pudo venir otro día?
En medio del desespero, la señora que va adelante se acuerda que tenía que acordarse de comprar no sé qué y me pide que le guarde el campo, cuando está a punto de pasar.
Por suerte el tipo que está pagando todavía tiene líos existenciales con sus compras, con el pago de la electricidad ("en efectivo, por favor") y con una recarga telefónica ("¿de cual compañía?").
La señora regresa, se cola en la fila y sentimos alivio por no tener que esperarla o de haber tenido que pasar por aquello del poquito de respeto a la fila que de pronto todavía tratamos de mal-disimular.
Las otras filas igual. Llenas de gente y el pip del registro de mercadería que no para, ni los timbrazos de cuando un cajero llama a la supervisora por algún enredo. El tiempo parece eterno ahí.
Exactamente cuando las pruebas a la paciencia se van multiplicando, por los altavoces se escucha una voz de advertencia: "Se les comunica que no se está procesando ningún tipo ni marca de tarjetas, ni de crédito ni de débito ni de ningún banco".
Miro al techo. La misma voz repite oronda el mismo mensaje, que lleva un implicito: "pague en efectivo".
Y el tipo de la caja de al lado que lleva casi dos carritos llenos y cuya cuenta va por los ¢125.000: ¿lleva ese efectivo encima?
Son situaciones que uno no espera en un supermercado donde la tecnología es cada vez más un elemento clave y crítico de la atención al cliente.
Otras veces ha pasado que pasan la tarjeta, se debita la suma y cuando van a imprimir el recibo se cae el sistema. En esos casos, llaman al banco, verifican la transacción, piden el número de la compra y emiten un voucher manual.
En otro supermercado me tocó pagar de nuevo. El primer débito me lo devolvieron en la cuenta tres o cuatro días después.
Sábado 19. Ahora sí tengo que comprar la comida y otras cosas de acá al miércoles santo, por lo menos. Al supermercado otra vez, a uno cerca de la casa donde hago las compras habituales.
¡Qué bonito lo decoraron y remodelaron! Como el otro al que fui el lunes. Como están en reinauguración, hasta llevaron mariachi. La cantante se presenta y dice que el que quiera cantar una ranchera puede hacerlo. Lo que faltaba: servicio de karaoke mariachi. ¡Rápido, hay que huir de acá!
Llego a la caja, registran todo, lo meten en bolsas, las coloco en un carrito y, cuando pasa la tarjeta, la muchacha me pregunta que si no tengo otra forma de pago.
Hago cálculos mentales, veo el total de compras y —a menos que me equivoque— me alcanza y me sobra. Pregunto que qué pasó...
"Es que se cayó el sistema de tarjetas", responde.
O sea... No puede ser que pase esto tan a menudo, en dos supermercados distintos y en medio de tanta gente.
Solución: corro a un cajero automático a 50 metros. El cajero sí está funcionando. Entonces no es un problema de los bancos. Es del supermercado. It's the supermarket, stupid.
En el cajero hay gente adelante que dura una eternidad. El cajero automático dura otra. Imprimo el recibo para ver el saldo y efectivamente habemus plata.
Lo más importante: cuando la cajera pasó la tarjeta el total no se debitó. No hay que llamar al banco y esperar tres días para que verifiquen y depositen.
Regreso soplado y la muchacha tiene que volver a pasar todas las compras por el lector de códigos y registrar a mano los que no tienen. Todo, de nuevo.
Atrás varios clientes que miran con cara de asesinos. A alguien quieren matar por el atraso y no es a la cajera...
—¿Y esto ocurre a menudo?— pregunto, ese es mi oficio.
—Sí— contesta la cajera—. Cada quincena.
¿Y no se han dado cuenta o no les importa? It's the supermarket!